martes, 4 de marzo de 2008

arte del buen morir

Un cardo amargo se demora para siempre en tu garganta ¡oh detenido! Pesado cada uno de tus asuntos no perteneces ya a lo que tu interés y vigilia reclamaban. Ahora inauguras la fresca cal de tus nuevas vestiduras, ahora estorbas ¡oh detenido!
Casa de Poesía Silva


El derecho a la verdad y el derecho a morir dignamente
Javier Gutiérrez Jaramillo, M.D.
Profesor Titular, Departamento de Medicina Interna, Facultad de Salud, Universidad del Valle. Internista-Cardiólogo de la Fundación Valle del Lili, Cali, Colombia
Palabras claves: Muerte digna. Tabú. Verdad. Derecho.
Colombia Médica 1996; 27: 33-6

En la práctica diaria profesional con frecuencia nos tenemos que enfrentar a la muerte. Lo más seguro que tenemos en esta vida es la MUERTE. «La muerte es algo que les sucede a los demás» (Valery). Tenemos que vencer el tabú de la muerte. En el fondo nos consideramos inmortales. Debemos hacer educación para aceptar la muerte con más realismo y tranquilidad. La racionalidad científica no la puede aceptar porque todo tiene que ser razonable, todo tiene que ser programable y nos irrita que la muerte se nos escape a esa programación.
Nuestros hijos deben aprender a ver la muerte como un proceso natural de nuestra existencia. No ocultarles la verdad por el temor de no traumatizarlos. Tenemos que fomentar la cultura del saber perder, porque toda nuestra vida terrenal estará llena de pérdidas: perderemos a nuestros seres queridos: padres, amigos, parientes. Los bienes materiales que tenemos serán efímeros, y ninguno de ellos los podemos poseer para siempre. Los bienes espirituales, el estar con Dios y cumplir el sentido ético de nuestra existencia, con la tarea de hacer el mayor bien que podamos, pensar que esta vida es sólo un paso hacia una felicidad completa y eterna, mitigará los sufrimientos que se puedan tener. La frase poética:«mientras haya un soplo de vida hay esperanza» no se aplica en la realidad. Cuántas enfermedades incurables tenemos que manejar sin que ese soplo de vida nos dé una esperanza.
El DERECHO A LA VERDAD va ligado estrechamente con el derecho a MORIR DIGNAMENTE. El enfermo, sus familiares y nosotros mismos tenemos que enfrentarnos a la dura realidad de la verdad. Nuestra acción aquí es de capital importancia. Enunciar el DERECHO A LA VERDAD es fácil. Lo que es difícil es su aplicación. Se necesitan arte y experiencia para practicarla. Debemos ser conscientes que la primera resistencia que encontramos para comunicarlo, está en nosotros mismos: «¿Cómo decirle a este paciente tan joven que tiene una leucemia?» «¿Cómo decirle a mi amigo que tanto estimo, que tiene una enfermedad incurable?» Muchas veces se viene la idea de ocultarle la verdad: «¿Para qué decirle si en dos a tres meses morirá?»
Recuerdo a un colega nuestro a quien le descubrimos una leucemia que lo llevaría a su fin en corto tiempo. Lo estábamos viendo tres médicos. Dos de ellos fueron partidarios de ocultarle la verdad. El había sido un profesor universitario, que siempre estuvo en búsqueda de la verdad. Ahora que él era víctima de la VERDAD, se le iba a negar ese derecho. La vía más fácil, ante estas situaciones conflictivas, es recurrir a los familiares. Sin embargo los familiares se vuelven a veces la barrera más difícil de sortear para cumplir con el DERECHO A LA VERDAD: «Doctor, por favor, no le vaya a decir a mi padre que tiene cáncer.» Se empieza con esto una de las fases más tormentosas para el paciente que es lo que se conoce con el nombre de la CONSPIRACION DEL SILENCIO. Los cuchicheos rodean la atmósfera de atención. El paciente se hace copartícipe de esta atmósfera: «no quiero mortificar a mis seres queridos.» Los sentimientos de angustia no se pueden comunicar. Esto lleva al paciente a encerrarse más en sí mismo y le ayuda a aumentar su depresión. Estoy pasando actualmente por la experiencia en la que la CONSPIRACION DEL SILENCIO es derrotada: un gran amigo mío se descubre él mismo un linfoma. Todos tratamos de entrar en la CONSPIRACION: «No hablemos delante de él sobre el tema.» «No lo mortifiquemos.» Y es él quien rompe la CONSPIRACION. La barrera de la comunicación se quita. El diálogo con él se hace más fácil. El poder comunicar sus angustias y problemas le hace más llevadero su problema.
La verdad no se puede ocultar por mucho tiempo y especialmente cuando la enfermedad tiene un período largo de duración y vienen una serie de conductas como la interconsulta al oncólogo, un tratamiento con radioterapia o quimioterapia. Cuando el paciente se enfrenta a la verdad, empieza a utilizar la NEGACION como mecanismo de defensa de la angustia: «no es posible que yo tenga cáncer,» «¿por qué a mí?» «Usted debe estar equivocado doctor.» El médico debe ser comprensivo en esta situación, y debe controlar su celo profesional cuando el paciente duda de su diagnóstico. Si la duda es muy grande, debe facilitarle la consulta con otro colega. He visto personas de alto nivel cultural que en esta angustia de la verdad, acuden a curanderos que ofrecen curas imposibles y tratamientos de simple explotación.
Hay tres formas de dar una mala noticia: la primera de ellas es una forma aséptica: «Usted tiene un cáncer y se muere dentro de pocos meses.» La segunda es una forma compasiva: nos llenamos de tristeza y no hacemos nada más. La tercera y más recomendable es compasiva y positiva. Nos compadecemos pero hacemos algo por el paciente. Toda noticia por mala que sea tiene algo positivo. Podemos y debemos calmar y consolar siempre. Recuerdo a un amigo a quien le diagnostiqué una cirrosis, enfermedad grave e incurable. Dentro de los exámenes que le solicité encontré un colesterol bajo, y le dije que dentro de lo malo de su enfermedad, ese colesterol bajo lo iba a proteger de un infarto de miocardio. La verdad se debe respaldar con un diagnóstico científico y objetivo. Que no debe estar respaldado por simples hipótesis diagnósticas. Cuántas veces nuestros pacientes nos han contado de diagnósticos y pronósticos severos, sin confirmación científica que han alterado completamente su vida: «Usted tiene una oclusión en las coronarias, y en cualquier momento puede hacer un infarto de miocardio y morirÉ» A medida que la enfermedad progresa, el paciente va aceptando más la gravedad de la misma, y después del mecanismo de NEGACION viene la DEPRESION. Aquí debe dársele mucho soporte psicológico. Ser paciente con él, saberlo escuchar.
Se debe andar siempre con la verdad y en lo posible no utilizar mentiras piadosas que crean falsas ilusiones. El paciente ha entrado en la etapa de SUMISION: «Usted tenía razón en su diagnóstico doctor, haré todo lo que usted me diga, pero cúreme...» En esa etapa de SUMISION no podemos crear falsas esperanzas.
Nuestra acción debe estar presta a si hay dolor, CALMAR SIEMPRE EL DOLOR y si hay angustia o depresión, CALMAR SIEMPRE LA ANGUSTIA Y LA DEPRESION. Posiblemente en esta situación la ciencia debe ir dejando lado al calor humano. Mayor dedicación para poder escuchar. Mayor dedicación para poder consolar. La preocupación por exámenes de laboratorio, debe ceder el campo para comprender el alma de nuestro paciente, para dar apoyo a la familia. La incurabilidad no debe servir de pretexto para abandonar a nuestros enfermos. Antes, por el contrario, debemos darle en esta situación más ayuda. Una palabra de aliento, unos minutos de silencio oportuno, una mano afectuosa, pueden ayudar más que la mejor medicina. Cuando el paciente ya ACEPTA su enfermedad puede venir una atmósfera de mayor resignación y paz. Es posible contemplar un atardecer con tranquilidad espiritual, alejada de las preocupaciones baladíes de este mundo.
En ningún momento nos está permitido la EUTANASIA DIRECTA de nuestros pacientes aun a pedido expreso de ellos. Esta es una conducta que va contra la ética, y en nuestras leyes se considera un homicidio. No somos amos de la vida humana. Debemos respetarla a todo momento. El juramento hipocrático así lo establece: «No daré una droga mortal a nadie si me lo solicitare, ni sugeriré este efecto.» Pero, en el otro extremo, tampoco debemos hacer una lucha denodada con medidas extremas para prolongar una agonía cuando ya no hay ninguna esperanza. El distanciar la muerte recibe el nombre de DISTANASIA. Y sabemos como médicos que esto lo podemos hacer actualmente con el avance tecnológico. Por ejemplo, a un paciente con daño cerebral lo podemos mantener «vivo» por mucho tiempo con respiradores y otras medidas artificiales. Recuerdo que hace muchos años llegó al servicio de urgencias la esposa de un colega con un cuadro de cefalea intensa y signos meníngeos. Tiene una hemorragia subaracnoidea. Hace un paro cardiorrespiratorio y se le aplican las maniobras de reavivación. Sale del paro con la mala fortuna de haber quedado con daño cerebral. La función de los otros órganos está perfecta. Queda conectada a un respirador. El esposo se niega a aceptar la realidad de la muerte en vida y pide que sea hospitalizada en la unidad de cuidados intensivos. Se la hospitaliza y pasan los días sin ningún cambio en su situación. Si se le quita el repirador, no hay respiración espontánea. Se habla nuevamente con el esposo y él se niega a que se le desconecte el respirador. Los costos aumentan. El sufrimiento de esposo e hijos se perpetúa. Hacemos una junta médica sin el colega y resolvemos suspender la respiración artificial en el momento en que él no esté, para quitarle ese cargo de conciencia, y la paciente fallece. Ya había fallecido en vida.
El Código Colombiano de Etica Médica a ese respecto, en su Artículo 13 dice: «Cuando exista diagnóstico de muerte cerebral, no es obligación del médico mantener el funcionamiento de otros órganos o aparatos por medios artificiales.» En las unidades de cuidado intensivo es donde más se pueden ver medidas extremas, en la lucha a muerte contra la misma muerte. El sufrimiento del paciente se vuelve cruel: está en una especie de prisión alejado de sus seres queridos. Ellos no pueden entrar sino a determinadas horas y por pocos minutos. El ambiente es de tensión: el ruido rítmico y constante de los respiradores, el afán del personal médico y auxiliar, las alarmas de los monitores, las carreras ante un paro cardíaco, la muerte del vecino, los comentarios de la visita médica alrededor de la cama, el no poder desahogar los sentimientos, todo contribuye a rodear la atmósfera de angustia y zozobra ante la proximidad de la muerte. Los familiares entran a determinada hora y por un tiempo corto porque así lo exige el reglamento de la unidad: «Señora tiene usted que salir porque ya terminó la hora de la visita...» No es lo mismo «HACER MORIR» que «DEJAR MORIR.»
Debemos tener una actitud antidistanásica, en aquellas situaciones donde no hay ninguna esperanza terapéutica racional y la calidad de vida del enfermo está altamente comprometida y llena de sufrimientos. Prolongar la vida no debe constituir el fin exclusivo de nuestra práctica profesional. No debemos sentirnos frustrados ante la muerte. Será nuestra compañía en las arduas horas de trabajo, y sellará nuestra acción a cualquiera hora del día o de la noche. Respetémosla y aceptémosla como la dura realidad de nuestra existencia. Cuando usted comunica a la familia que ya no hay nada que hacer, el ambiente se carga de sentimientos de pesar, de resignación en algunos, y en otros de una ambivalencia culposa. Los hijos, ausentes por mucho tiempo, que nunca se preocuparon por sus padres, ahora quieren calmar sus sentimientos de culpa con acciones irreales o de inculpaciones al médico tratante, tanto por acciones como por omisiones: «Debemos llamar a otro especialista, porque el doctor está equivocado...» Y se comienzan a hacer sugerencias fuera de todo contexto: hospitalizaciones innecesarias, procedimientos absurdos. Los sentimientos de culpa llevan a todo esto, con un proceder egoísta que trata de mantener a toda costa la vida de un paciente sin tener en cuenta para nada sus sufrimientos.
Ante la pérdida inminente de un ser querido, puede haber una atmósfera de hostilidad. Usted debe comprender este ambiente conflictivo y mantener un diálogo permanente con los familiares, buscando en todo momento el bien de su paciente. Debe estar preparado también para grandes ingratitudes: muchos no valorarán su esfuerzo, aún más, tratarán de buscar errores en sus acciones u omisiones. Sin embargo, otros quedarán plenamente agradecidos con usted, y le guardarán lealtad por mucho tiempo y le llevarán a consulta a sus familiares.
Cuando usted se enfrente al dolor de la agonía, debe estar presto a calmar los sufrimientos, mediante medicamentos que aunque tengan efectos colaterales peligrosos, calmen al paciente. «Debemos consolar y calmar siempre.» No debemos recurrir a medidas extremas, en casos incurables terminales: p.e., la aplicación de un respirador, reavivación cardíaca, una cirugía, etc. En marzo de 1986 la Asociación Médica Americana después de un par de años de deliberación, declaró en New Orleans: «Los deseos del paciente comatoso se deben respetar, como también hay que respetar su dignidad. No es antiético para los médicos, descontinuar todo procedimento encaminado a mantener la vida cuando hay coma irreversible, aun si la muerte no es inminente. Quedan incluidos en esos procedimientos el suministro de líquidos y alimentos.» En muchos casos tenemos que enfrentarnos tarde o temprano a la decisión de hacer reavivación cardíaca en un paciente seriamente comprometido. La orden de NO REAVIVAR puede crear grandes conflictos en el equipo médico, en los familiares y aun en el mismo paciente. Debe primar en la mayoría de los casos el deseo del paciente, que en una forma consciente y competente y bajo la orientación de su médico tome la decisión para acciones futuras. Esta decisión está por encima de la decisión que tomen los familiares o amigos, aunque ellos pueden ser orientadores por conocer mejor al enfermo. La calidad de vida que esté llevando en su enfermedad es un factor que ayuda. Un gran amigo mío tuvo un infarto hace 23 años e hizo un paro cardíaco. Logramos sacarlo de este problema y vivió alrededor de unos 22 años con una excelente calidad de vida. En su último año empezó a hacer un cuadro de insuficiencia cardíaca, que se controló parcialmente con tratamiento médico. Quizá 3 meses antes de su muerte repite el infarto y hace un nuevo paro, del cual sale con las maniobras de reavivación pero queda con una falla cardíaca casi intratable. Se habla con él y se le propone ante un nuevo paro no hacer nuevamente maniobras, ante la poca reserva miocárdica que queda. El lo acepta y aun pide que no se lo deje sufrir. Varios hijos se oponen a esto, otros lo aceptan. Se rodea al paciente de todas las ayudas posibles para evitarle sufrimientos: oxígeno, calmantes, visitas médicas periódicas, y finalmente fallece en su casa rodeado del afecto de sus familiares, y no en la fría soledad de una unidad de cuidados intensivos.
En una encuesta a 35 confesiones religiosas que hizo Gerald Larue hacia 1985, en Los Angeles, California, 80% estuvieron de acuerdo con la eutanasia pasiva y 66% se declararon en contra de la eutanasia activa. Sin embargo, estos términos pueden crear conflicto, pues nuestra legislación colombiana considera como un delito el homicidio por piedad en su Artículo 326 del código penal: «El que matare a otro por piedad, para ponerle fin a sus intensos sufrimientos provenientes de lesión corporal o enfermedad grave e incurable, incurrirá en prisión de 6 meses a 3 años.» El homicidio por piedad es sinónimo de eutanasia. Sin embargo, el hecho puede ser punible tanto por acción como por omisión. Tan culpable es el que ahoga a otro en el agua, como el que no lo salva cuando podía hacerlo. Pero debemos recordar que «ese que no salvamos» está ya condenado a morir y lo que hacemos es prolongar su muerte con grandes sufrimientos y pésima calidad de vida.
Posiblemente en lugar de hablar de eutanasia pasiva, debemos tener una actitud antidistanásica y considerar siempre en la mente los deseos del enfermo. El puede con todo su derecho ACEPTAR O RECHAZAR PROCEDIMIENTOS O TRATAMIENTOS, aun a costa de su vida. Lo único que podemos hacer, es hacerlo cambiar a través de la convicción y nunca por mecanismos indebidos.
La posición social es un factor que altera la atención médica. Aquí el «encarnizamiento tecnológico» y «el orgullo personal médico» ocupan lugar. Y si la acción se ve rodeada de alta publicidad, se vuelve ficticia donde cuentan más los actos exteriores que el bien del paciente. Llena está la historia de ejemplos de esta nauraleza: el General Francisco Franco, el Presidente Neves, o el Emperador Hirohito. La junta de médicos que los trataban lucharon por sostener a toda costa una vida artificial, pero no lo harían si el paciente fuera un pobre Juan Lanas. Estos personajes importantes nunca podrán recibir a la muerte rodeados del afecto de su hogar, de su familia sino que morirán rodeados de la fría tecnología que invade su ser moribundo: respiradores, sondas, catéteres, ruidos intermitentes de máquinas, personal muy atento de sus gases o electrólitos pero que ponen poca atención a sus sentimientos de soledad. La tecnología vence aquí al amor y a la compasión. La falsa omnipotencia médica obscurece la realidad de los hechos. La muerte lastimará nuestro orgullo, y por eso tenemos que luchar hasta el final no importa a costa de qué. Y si se interconsulta al colega, siempre habrá que hacer algo más. La decisión «hasta aquí llegamos» es difícil de tomar y se necesita una gran honestidad para hacerlo, y aceptar las limitaciones de la ciencia médica en estas situaciones.
El derecho a morir dignamente nace de una preocupación humanista y jurídica. La preocupación humanista busca rodear al paciente de más calor humano, de menor sufrimiento y recuperar el entorno familiar. Las unidades de cuidado intensivo no son el sitio ideal para estas acciones. La preocupación jurídica busca satisfacer las decisiones del paciente, y facilitar las acciones médicas para quitar el temor a las futuras demandas.
El derecho a morir dignamente es complementario del derecho a vivir dignamente. Nuestro sentimiento religioso nos debe dar un sentido de trascendencia, que nos ayuda a morir más tranquilamente. Después de esta vida hay otra vida más feliz. Nuestra unión con Dios en la eternidad, debe llenar nuestro espíritu acongojado de una tranquilidad y felicidad que mitigue nuestros sufrimientos. Para Dios no hay horas, ni días, ni meses. Y ante esta eternidad ¿qué son 80 ó 100 años de existencia? Debemos tener como meta de nuestra existencia ese amor hacia Dios, nuestro Creador. En El encontraremos una vida mejor, llena de paz y felicidad.

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